miércoles, 27 de marzo de 2013

LOS OJOS DEL GUETO




Seis de la mañana, la luz de un brillante amanecer ilumina el cielo de Varsovia.
En la Avenida Juan Pablo II, totalmente desierta, un tranvía rompe el silencio de una ciudad que hoy no quiere despertar.
Uno de agosto, es el día de celebración de la Fiesta Nacional, las banderas rojas y blancas se mezclan por todas partes con las rojas y amarillas de la ciudad.
Varsovia homenajea a sus últimos héroes y conmemora una derrota, una de tantas batallas perdidas a lo largo de su trágica historia.
Sesenta y ocho años se cumplen del alzamiento, en un intento desesperado, de la Resistencia polaca contra el invasor alemán.

Dos meses duró aquella desigual batalla que acabó con el exterminio de los alzados, ante la mirada pasiva de los soviéticos que veían con agrado cómo sus enemigos de hoy eliminaban a los de mañana.
Aquella derrota dio paso a la más triste de las liberaciones.

Pero hoy lo que yo busco en esta mañana de verano es el recuerdo de otros polacos anónimos que se desvanecieron entre estas calles donde hoy se levantan edificios imponentes.

Aquí durante casi cuatro años, hasta mayo de 1.943, se situó el Gueto Judío de Varsovia. Poco queda en este barrio reconstruido que recuerde aquellos días.

Apenas un par de monumentos conmemorativos entre las impersonales viviendas de estilo soviético.


Uno de ellos recuerda el andén, donde en trenes de ganado cargaban a los residentes del Gueto camino de la deportación.
Y el otro, sobre una pequeña elevación, recuerda el lugar donde establecieron su cuartel general los que se sublevaron en la Primavera de 1.943.


La consecuencia del levantamiento, que se produjo ante la certeza de una deportación masiva, fue el total exterminio del gueto que quedó arrasado y los supervivientes trasladados en su mayoría al campo de exterminio de Treblinka.
Pero, a pesar de las escasas huellas que el tiempo ha dejado de aquellos oscuros días, anoche descubrimos la silueta fantasmagórica de un mal iluminado edificio, que en sus paredes de ladrillo rojo dejaba ver las cicatrices de otro tiempo.
El contraste con todo lo que le rodeaba era brutal y por eso, en esta mañana en la que abandonaremos la ciudad muy temprano para seguir nuestro camino por el resto del país, bien merece el esfuerzo de restarle horas al sueño para despedirse dignamente de él.

En la esquina de la calle Prozna, frente a la Plaza Grzybowski, muy cerca de una antigua sinagoga, se alza el bloque de cuatro plantas.
Durante tres años y medio trescientas ochenta mil personas víctimas del odio racial se hacinaron y se apagaron en edificios como éste, muchas de ellas murieron por inanición o sucumbieron a todo tipo de enfermedades.
Cuánto sufrimiento tuvo que haber junto a estas paredes en las que hoy como entonces se puede sentir y oler la humedad que las impregna.
Cuánto terror se escondería en las habitaciones atestadas de personas incapaces de admitir la realidad en que vivían. Qué falsas esperanzas albergarían cuando engañadas salieron de aquí para dirigirse sin saberlo al más cruel de los destinos.



Hoy sobre sus fachadas se han colocado enormes fotografías que saludan a los viandantes, con miradas del pasado. Fotos de la vida cotidiana, de familias y personas alegres que poco imaginaban cómo iba a cambiar su vida por una intolerancia ancestral. Pero entre todas ellas una, una mirada, unos ojos, una inocencia que no esconde reproches y en la que todos nos encontramos.


Esos inmensos ojos oscuros de niño judío expresan toda la verdad de un mundo que en los años cuarenta miró hacia otro lado y fue incapaz de evitar una de las mayores tragedias de nuestra época.

Algo que bajo distintas banderas, símbolos o religiones, sigue persiguiéndonos y hace que esa seguridad que nos da la vida cotidiana esté siempre amenazada.
En momentos como los que vivimos de inestabilidad económica y social, es cuando la diferencia se hace peligrosa y la intransigencia y la intolerancia aparecen.
Miradas como las que nos observan desde estos muros son las que nos deben hacer pensar y tener presente a dónde fuimos capaces de llegar.



Yo regreso, para encontrarme en los ojos azules de mi hijo que descansa tranquilo en la habitación del hotel, y para buscar en ellos la mirada inocente de aquellos ojos negros que ya nunca podré olvidar.

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