Aquel viernes de septiembre el caluroso verano de Madrid no se había despedido todavía.
Elena
caminaba sola por la Gran Vía, ajena a los que la rodeaban y no podía quitarse
de la cabeza lo que la había traído a la capital, la consulta médica había
confirmado la operación a la que pronto habría de someterse.
Cuánto
le hubiera gustado que su marido estuviera con ella, pero él hoy estará
pensando en su padre, el cáncer se ha agravado y tiene que pasar por el
quirófano. Lo que ella no sabe es que aquel día el abuelo no despertará.
Cuando
abandona Gran Vía y baja por la calle Preciados, con el bullicio de los
comercios se acuerda de sus hijos, es 13 de septiembre y habrán empezado el
colegio después de las largas vacaciones de verano, tiene que comprarles algo
sin falta antes de volver.
Llegar
a la Puerta del Sol le levanta el ánimo, es un lugar lleno de vida y sus ojos
se fijan en el reloj que todos lo años nos hace atragantarnos con las uvas,
está sobre el edificio de la Dirección General de Seguridad, pero eso no le
dice nada, ella toda su vida se ha dedicado a trabajar y a cuidar de los suyos
y como muchos españoles de 1.974 vive ajena a lo que puede suceder allí dentro.
La
cola de Doña Manolita, a pesar de lo que falta para Navidad, es enorme. Si más
tarde se ha reducido algo, se llevará un décimo para casa.
Pero
la mañana ha pasado muy rápido y ya es hora de comer. Recuerda un curioso local
en el que estuvo hace tiempo con José Luis, su marido. No se comía mal, además
le hizo gracia aquello de coger la bandeja y servirse ella misma.
En
la esquina de la Puerta del Sol, en la Calle Mayor, junto a la Calle del Correo localiza el restaurante
Tobogán.
Una
vez dentro y con su bandeja en la mano, sin demasiado apetito, va cogiendo
alguna cosilla y al final paga su consumición. Luego busca un lugar cercano a
las ventanas y se sienta, así podrá contemplar a la gente que pasea por la
calle, mientras come no se sentirá tan sola.
Mira
el reloj, son las dos y media, por eso el local está casi abarrotado.
Abstraída,
abandona su mirada en alguien que cruza delante de la cristalera cuando, de
repente, una extraña fuerza la desplaza de su asiento, en un momento su mesa ha
desaparecido y ella está en el suelo, todo se ha llenado de polvo y el estruendo
que la ha estremecido ha cesado, no oye nada.
Desorientada
se arrastra por el suelo, busca su bolso e intenta distinguir algo entre la
polvareda.
No
sabe qué está pasando pero quiere salir de allí. Por fin alguien la coge del
brazo y le ayuda a levantarse, frente a ella las cristaleras destrozadas y en
el suelo mesas y escombros que apenas la dejan caminar.
Otros
se han puesto de pie y buscan una salida, les sigue y por fin alcanza la calle.
El
desconcierto es total, personas con el pelo gris, sucias, con una mezcla de
polvo y sangre y algunas con las ropas destrozadas. Otros intentan ayudar sin
saber cómo, hay un griterío que poco a poco se va mezclando con las sirenas.
Elena
aquel día tuvo suerte, en aquella calle desolada sufrió un ataque de histeria
pero salvó su vida. Pudo contarlo, y vio crecer a sus hijos y conoció a sus
nietos, pero nunca lo olvidó.
Siempre
se acordaba de la paisana de Burgos, aquella chica que murió, muy cerquita de
ella mientras esperaba a que sus amigas recogieran la comida, se llamaba Maria
Angeles Rey Martínez, tenía 20 años, era estudiante y había venido a Madrid a
examinarse.
Junto
a ella murieron aquel día otras diez personas en la Cafetería Rolando, además
de unos ochenta heridos, algunos con graves mutilaciones, como Gerardo García
Pérez, camarero de la cafetería que falleció 15 días después o el inspector
Félix Ayuso Pinel, que sobrevivió casi dos años y medio falleciendo el día 11
de enero de 1977. Se convirtió en la víctima número trece de la masacre y el
único policía muerto en el atentado.
El
resto de los asesinados fueron: Antonio Alonso Palacín y María Jesús Arco
Tirado, se habían casado seis días antes en Calatayud y estaban de viaje de
novios; Francisca Baeza Alarcón, maestra de Valdepeñas que estaba de compras
con su prima que resultó herida; Baldomero Barral Fernández y María Josefina
Pérez Martínez, matrimonio de La Coruña
que dejaron 2 hijos, el mayor de tres años; Antonio Lobo Aguado de 55 años y
ferroviario de profesión; Francisco Gómez Vaquero, de 31 años y cocinero de la
cafetería. Su mujer, de 29 años, quedó viuda con dos niñas de 2 y 4 años;
Manuel Llanos Ganzedo de 26 años, camarero de la cafetería; Luis Martínez
Marín, agente comercial jubilado de 78 años; Concepción Pérez Paino tenía 65
años y trabajaba como administrativa en la sede de la Dirección General de
Seguridad.
La
cafetería Rolando, cuya entrada estaba situada en la Calle del Correo lindaba
con el restaurante Tobogán y fue el escenario elegido para poner una bomba en
sus servicios, por dos “luchadores por la libertad del pueblo vasco”, dos
etarras, dos asesinos.
El
sentido de aquella acción se justificaba en asestarle un golpe al agonizante
régimen franquista, en un lugar simbólico, intentando cazar a criminales que
trabajaban en la D.G.S, paradigma de la represión en cuyos calabozos se
incomunicaba y torturaba habitualmente.
Pero
lo que se consiguió con un acto anónimo y cobarde fue truncar la vida de
personas inocentes y sencillas, preocupadas por sacar a los suyos adelante y
que como casi todo el mundo en aquellos días vivían con la esperanza de que muy
pronto todo fuera a cambiar.
Poca
sangre culpable se mezcló con los escombros aquel día, por eso la bestia
moribunda de la dictadura, que se puso a buscar culpables rápidamente, pudo
utilizar la acción en su favor, criminalizando a toda la oposición, y frenando
cualquier medida aperturista.
Los
autores de la matanza, que meses antes hacían alarde del impecable asesinato de
Carrero Blanco, ahora se replegaban y negaban la evidencia.
Todo
se volvió confuso e incluso corrió el rumor de que la ultraderecha era la
responsable, se llegó a publicar que días antes del atentado se habían dictado
normas a los funcionarios policiales para que no frecuentasen la cafetería
Rolando.
El
círculo se fue ampliando y de las treinta personas que fueron detenidas,
parecía que hacia quien apuntaban las mayores sospechas era hacia Eva Forest,
médico y escritora catalana casada con el dramaturgo Alfonso Sastre y que había
militado en el PC del que se había distanciado por considerarlo poco
revolucionario.
Según
la abogada Lidia Falcón, otra de las detenidas aquellos días, Eva, que tenía
relación con ETA desde 1971, fue la que sugirió la idea de colocar la bomba en
la cafetería, cuando meses antes se estaba preparando el atentado contra
Carrero Blanco y ETA pretendía dar un segundo golpe de efecto colocando otra
bomba en la D.G.S. Ante la imposibilidad de introducirla en el edificio se optó
por el local que frecuentaban asiduamente los miembros de las fuerzas de
seguridad.
Una
pareja de ETA llegó a Madrid con la carga explosiva desde Francia y la propia
Eva les ocultó y más tarde les acompañó a colocar el artefacto.
Uno
de los miembros de aquella pareja parece que fue Maria Lourdes Cristóbal
Elorza, hija de exiliados en Francia desde 1936 que residía en Bayona. Al
parecer se arrepintió cuando vio las consecuencias de la barbaridad en la que
había participado.
Pero
la masacre quedó impune y nadie pagó por ello. Aunque muchos detenidos pasaron
meses y años en prisión, nunca fueron juzgados porque antes llegó la amnistía
de 1977.
Eva
Forest salió en libertad tras tres años en la cárcel y falleció a los 79 años
en Fuenterrabía.
Después
de aquella bomba nos esperaban muchas más, no fueron fáciles los años de la
transición y la violencia siempre estuvo latente.
Los
crímenes del Grapo, Frap o la ultraderecha
y las barbaridades de ETA durante décadas, los asesinatos del GAL y el
indescriptible crimen del 11M por parte de terroristas islamistas, parece que
atenuaron las barbaridades cometidas anteriormente.
Francisca Baeza |
Francisco Gómez |
María Ángeles Rey |
María José Pérez Martínez |
Antonio Alonso |
Baldomero Barral |
María Jesús Arco |
Pero
la verdad es que muertes como aquellas en la calle del Correo no deben caer en
el olvido, porque si algo nos enseñan es lo delgada que es la línea que separa
al fanatismo de la realidad y el terrible dolor que se puede producir al
cruzarla.
Se
lo debemos a los inocentes que murieron aquel día y a los que quedaron
sufriendo en silencio sin que nadie les hiciera justicia.
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