martes, 12 de marzo de 2013

La pirámide en la niebla


Contemplar las laderas cubiertas con el manto espeso de la niebla en las montañas del norte, es una imagen que evoca sentimientos de misterio y de temor.
Imaginar siluetas desconocidas emergiendo entre las brumas como seres espectrales hace que nuestra imaginación se desboque y que necesitemos despertar para escapar de una pesadilla.
Cuando los ojos de un niño son los que contemplan paisajes como éstos, es muy difícil borrarlos de su memoria, y cuando se nutren de historias de sangre y muerte  siempre le acompañarán.
Bordear la carretera que camino de Reinosa, deja a su derecha las empinadas rampas del Puerto del Escudo, siempre ha tenido para mí ese halo de misterio que mezcla leyenda y realidad.

Si hay algo que hace que permanezca vivo el recuerdo, es la silueta, muchas veces disimulada por la niebla, de la siniestra pirámide que corona la cima del puerto y que el paso del tiempo ha hecho que pocos de los que por allí pasan conozcan el misterio que encierra.

A mí, que tantas veces recorrí aquel camino con dirección a las raíces de mi padre, la visión de la empinada ladera y de aquella siniestra figura, me acercan a él.

Puedo verle contándome la historia de los hombres agazapados en trincheras y de aquellos otros extranjeros, italianos, que torpemente avanzaban en la niebla sin saber lo que les esperaba.

Mi padre contaba aquella historia con los ojos del niño de nueve años que fue, y cómo escuchó que aquellos soldados, poco conocedores del clima de la zona avanzaron sin protección hasta que, como sucedía a menudo, la niebla se levantó de repente, y los legionarios italianos, que aquel niño no sabía muy bien a qué habían venido a su tierra, cayeron como moscas bajo la lluvia de balas de los que les esperaban en las trincheras. El sí sabía que los que disparaban eran paisanos suyos y por eso a pesar de que como hombre le tocó vivir toda su vida en la España que defendían los extranjeros, cuando contaba la historia no podía disimular el orgullo de la victoria.

Sus ojos también recordaban, al dejar atrás el Balneario de Corconte, el lugar donde un día estuvo un aeródromo militar que cuando el pantano está bajo, todavía deja ver las columnas de antiguos hangares, y recordaba claramente el sonido de los aviones y las bombas que caían sobre la Vega que según él, sólo fueron capaces de matar a una pobre vaca.

Muchas han sido las veces que he recorrido el camino desde mi casa en Miranda hasta Reinosa, tierra de mi padre y donde permanece mucha de mi familia, pero muy pocas las que he subido por las cuestas del Escudo con dirección a Santander. Hace dos años, camino de Puente Viesgo, tuve la oportunidad de pasar por allí y no pude evitar parar en lo alto de la cuesta, lo más cerca posible de aquella enigmática pirámide.

La parada en sí misma fue un tanto curiosa porque al detenerme en un pequeño descampado junto a la carretera, lo hice justo al lado de una pareja de motoristas de la Guardia Civil. Ese temor a la autoridad, que los de nuestra generación seguimos llevando dentro, me hizo dirigirme a ellos para explicarles el motivo de mi parada. Cuando les comenté que iba a cruzar la carretera para saltar a la finca de enfrente que estaba cerrada por una alambrada, porque quería contemplar un Monumento de la Guerra Civil, se extrañaron y a pesar de que uno de ellos me confesó que era de Reinosa, reconocieron que no tenían ni idea de qué era aquéllo.

Así que tras una pequeña explicación y, con el permiso implícito de la Benemérita, me dispuse a violentar el sagrado suelo de “Los Caídos por La Patria”.

Superada la alambrada y acompañado por mis hijos, caminamos por lo que un día fue una avenida, rodeada de árboles, que a pesar del tiempo y el abandono, todavía deja entrever  la espectacularidad del lugar.

Al final, coronando la explanada y dominando el valle sobre el que hoy, como un pequeño mar, discurre el Pantano del Ebro, aparece la silueta siniestra de La Pirámide que tantas veces mis ojos contemplaron con temor.

Hoy nos detenemos ante ella y mis hijos no pueden evitar la tentación de ascender por los escalones que la conforman para conseguir unas mejores vistas del impresionante paisaje que se ofrece a nuestros pies.

Mientras ellos escalan yo la rodeo y descubro en un lateral el acceso al interior, a pesar de haber sido sellado con cemento para tapar la puerta original, ha vuelto a ser violado y tras romper el muro construido para tal fin, alguien ha vuelto a permitir el paso a la puerta que conduce a sus entrañas.

Antes de entrar, tentación imposible de evitar, al separarme un poco me doy cuenta de que el lateral del edificio en el que se sitúa la puerta tiene una forma muy peculiar, lo que enmarca el umbral es una inmensa M, es Mussolini quien nos da la bienvenida, y es un templo fascista el que domina estas tierras fronterizas entre Burgos y Cantabria.

Penetrar en el interior es sobrecogedor, a pesar del estado de ruina y del vandalismo al que ha sido sometido, la visión circular de los nichos que nos rodean, provoca como mínimo un escalofrío. Hoy allí no reposa nadie, y en los lugares en los que un día descansaron los cuerpos de aquellos que vinieron de la lejana Italia imbuidos de soflamas patrióticas a luchar contra el enemigo bolchevique en estas lejanas tierras, no hay nada.

Sus moradas, alineadas nos observan abiertas como ojos expectantes, parecen esperar la llegada de sus ocupantes, como si en cualquier momento pudieran regresar.

Trescientos sesenta son los nichos vacíos y por un agujero en el suelo se accede al lugar que albergó los cuerpos de doce oficiales en tumbas más espaciosas. En el centro los restos de un altar y sobre nuestras cabezas en el dintel de la puerta el “ Presente “ de nuestra infancia, que llenaba las fachadas de iglesias con los nombres de los Caídos por La Patria.


Ese Presente que por sí mismo silenciaba con su presencia los nombres de los ausentes vencidos en la vida y en la muerte y que para aquellos que les derrotaron no tenían derecho ni al recuerdo.

Salir de aquel espacio es liberarse, es volver a sentir el aire fresco que se respira en un incomparable paraje a más de mil metros de altura.

Hoy roto el tabú de este lugar, puedo unir las piezas de aquel puzzle que en su cabeza construyó el niño, que con nueve años miró al cielo el 14 de agosto de 1.937, al oír el zumbido de los aviones y  fascinado observó cómo arrojaban sus bombas contra La Naval, la fábrica en la que trabajaba su padre.


Aquellos bombarderos procedían del aeródromo de Villarcayo y pertenecían a la Legión Cóndor y a la aviación italiana, no eran hermanos contra hermanos los que se mataban en aquellos ataques, como tanto oímos en la explicaciones simplistas de la Guerra Civil, eran fascistas italianos y nazis alemanes que asesinaban a los españoles que defendían su gobierno, apoyando a los fascistas españoles comandados por unos generales golpistas.

Este era el drama que se vivía en estas tierras, mientras los democráticos países europeos miraban para otro lado queriendo creer que aquellas bombas nunca les afectarían a ellos, qué cara les salió aquella apuesta.
Mientras las explosiones se sucedían en Reinosa y Mataporquera, otras bombas caían sobre las trincheras de los que defendían el frente de Valdebezana, Bricia y Soncillo. A los bombardeos aéreos se unió la artillería italiana y a los defensores no les quedó otro remedio que abandonar muchas de sus posiciones o morir en ellas, por lo que los italianos tomaron la estación de Soncillo y pronto se hicieron con el control de la carretera Burgos – Santander. Aquel día fue la niebla la que marcó el fin de la masacre porque, cuando a las cuatro de la tarde se echó de repente, hizo imposible el avance y los bombardeos cesaron.
La suerte estaba echada y al día siguiente, situados en la falda del Escudo, por la zona de Corconte a las 15.30 comenzó el asalto. Mientras la aviación atacaba las baterías que el ejército republicano mantenía en la cresta, los carros armados de la División Littorio ascendieron por la carretera y tres columnas de infantería salieron hacia la montaña. Aquella tarde la lucha fue feroz, mientras, en Reinosa hacia las 17.00 los requetés navarros daban por conquistada la ciudad y marchaban hacia Orzales. Quedaron embolsados entre los italianos y los requetés dos batallones republicanos a los que no les quedó otro remedio que rendirse.

Al amanecer del día dieciséis los republicanos habían abandonado sus posiciones en el Escudo y se habían replegado hacia el interior.
La batalla estaba perdida, pero no para aquellos que la leyenda contaba que torpemente avanzaron entre una niebla traidora sino para los que defendían su tierra y que sucumbieron ante un ejército extranjero que enarbolaba la bandera del fascismo y que con su victoria abrió la puerta a una de las mayores victorias militares de la guerra, sólo nueve días después las tropas franquistas entraban en Santander.
Para un bando quedó la gloria y la venganza, para el otro la represión, el miedo y el olvido.
Muchos fueron los que abonaron con su sangre aquellos días de agosto las laderas del Escudo. Los defensores republicanos desaparecieron en fosas anónimas, silenciados y vilipendiados en la marea de la derrota. Mientras que los conquistadores italianos caídos en la “Cruzada Liberadora” fueron elevados a la grandeza de los héroes y mártires muertos por la defensa de la causa más noble.

Recogidos sus cuerpos, muchos de ellos reposaron en el mausoleo que construido con las manos de los perdedores, en esta cumbre, se convirtió en el símbolo de los soldados del Duce. Si el Valle de los Caídos es el símbolo de los soldados de Franco que cayeron en la Guerra Civil, este lugar es el símbolo de los italianos, es el Monte de los Caídos.
La razón de que los cuerpos de aquellos hombres no estén hoy aquí se esconde bajo la historia de otra tragedia. El 20 de mayo de 1.971 un autobús de italianos, que habían venido a visitar a sus familiares aquí depositados, se despeñó en una de las curvas del puerto, cayendo por un barranco de treinta metros, doce personas murieron y veintidós resultaron heridas. En aquel momento se decidió sacar los restos  y trasladarlos a un lugar en el que la visita no entrañara riesgos.
Hoy reposan en el Sacrario Militare de Zaragoza, junto a sus compatriotas. Son en total 2.876 los italianos que allí descansan. Fueron cerca de 4.000 los que murieron en los tres años de Guerra en España, fueron solo el principio. La lista fue creciendo en los años siguientes con los nombres de los caídos en el Norte de África, Grecia, Rusia, en mil rincones de Europa y por supuesto en su tierra, Italia.
Allí llegó la guerra y les tocó enfrentarse entre ellos y sentir la fuerza de aquellos con los que lucharon codo con codo para aplastar a los españoles. Muchos italianos murieron a manos de los alemanes que en el fondo siempre les habían despreciado.

Aquellos jóvenes fascistas italianos, cegados por las soflamas patrióticas, que mataban españoles y dejaban la vida por sus “elevados ideales” si hubieran sabido lo que los soberbios nazis iban a hacer con ellos pocos años después, quién sabe si ya en aquellas laderas del Escudo hubieran vuelto sus armas y hubieran salvado sus vidas.


Hoy nos vamos de aquí, dejando atrás este símbolo, que como un aguijón está clavado en la cumbre de un paraje incomparable de nuestras montañas cántabras, para recordarnos que bajo esa M se resume todo el drama de un país que se quedó agazapado bajo su peso, y mientras el mundo fue capaz de superar aquella terrible etapa años después, aquel niño que un día vio caer las bombas sobre La Naval de Reinosa siguió viviendo cuarenta años más bajo el yugo del fascismo. 















Detalles de la campaña del Escudo se pueden consultar en el estupendo Blog de José Luis García Ruiz de Medina de Pomar:




Accidente en El Escudo by Silvia Magán

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